El cielo de estorninos se proyectaba sobre el lago de Navarcles cuando comenzó a tronar y un relámpago distorsionó el espejismo. La tormenta
oscureció el paisaje y no tuvo más remedio que volver al hotel antes de que empezara a caer un aguacero. Al atardecer se puso a mirar las fotos que había hecho y pudo apreciar el castillo de Sallent, pero la cámara no le permitió disfrutar de la ilusión óptica que antes le había cautivado. Cansado de la excursión y de preocuparse con sus preocupaciones laborales, decidió hacer una siesta. El futuro no pintaba bien; en época de pandemias escaseaba el trabajo y había tenido que aceptar una oferta fuera de su tierra.
Una pesadilla lo turbó.
Estaba perdido en un bosque frondoso y laberíntico, y se volvió, de nuevo, pequeño mientras buscaba al abuelo, que tenía siempre la soltura para encontrar el camino y hacer escobas con los matorrales de
brezo que a él tanto le molestaban por culpa de su altura. Por la mañana, en la terraza del hotel, mientras desayunaba un par de tostadas con mermelada de cerezas y se bebía el café y un zumo de naranja, disfrutó como nunca de sentirse santfruitosenc, aunque fuera por dos semanas. Había parado de llover y le pareció ver proyectado, durante unos minutos, el arco iris en la jarra llena de agua.
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