La jefa, como le llamaba él, era una chica con suerte, decía. En cada sobremesa que compartía con sus compañeros de trabajo mostraba su superioridad hacia ella gracias a construir un relato hilarante lleno de anécdotas burlescas. Las risas de sus compañeros le envalentonaron para explicar intimidades cada vez más vergonzosas y otras comprometidas. Al cabo de unos meses se dejaron de ver, salir juntos, pero desgraciadamente, para ella , volvieron a coincidir, esta vez en el trabajo.
Ella no fue capaz de mantener su posición de jefe de producción ni el tiempo de prueba. Los directivos alegaron que no gozaba de las habilidades requeridas obviando la ética. Los médicos no se creyeron el caso de acoso flagrante que sufría de los compañeros y le atribuyeron una enfermedad mental que le aislaba del resto y la hacía malpensar de los “colegas”. La inhabilitaron incluso de su trabajo de ingeniería. Un error garrafal que la salvó de la cadena perpetúa.
“La burra aquella es muy afortunada de no ir a prisión” dijo una y los amigos recordaron que el difunto siempre lo decía, que otra cosa no, pero suerte ella tenía.
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